No Sabia Leer

04.02.2016 10:37
No Sabía Leer

 

          La pobre viejecita no sabía leer pero escuchó el mensaje de la Biblia, el cual penetró en su corazón. El Espíritu Santo le hizo entender la Palabra, nació la fe en su alma y arrepentida se entregó a Cristo.

          Veía que otros llevaban su Biblia a los cultos, las abrían y encontrando los pasajes anunciados, leían. “¡Ha… si pudiera leer!”, suspiraba ella. Pero también notaba que algunos visitantes no traían Biblias, aunque sabían leer. “¡Si tuviera una!” pensaba.

          Ahora, la viejecita piadosa con su rostro arrugado e iluminado con una sonrisa de satisfacción, como la alegría de la inocente niña que recibe la muñeca soñada, llegaba a los cultos con su nueva Biblia. Discretamente pedía a alguien que le buscara el pasaje anunciado, ponía su dedo sobre el texto inicial y observando a su alrededor, se la entregaba a una persona visitante, a la vez que le decía: “Aquí principia la lectura”.

          El joven Martínez observaba a la anciana. “Pero, si no sabe leer,” pensaba en sus adentros. A la hora de la lectura de la Biblia, la analfabeta vino y le puso la Biblia en sus manos a la vez que en voz baja le dijo: “Aquí principia”, indicándole con su dedo. El joven leyó, leyó  y no, porque pronunciaba mecánicamente las palabras, pues una voz le gritaba en su interior: “¡Qué vergüenza, joven universitario, largos meses creyente y no trae su Biblia!” Oyó y no escuchó el sermón. La imagen de la abuelita atenta y la voz interior no le abandonaron hasta que acostumbró traer su Biblia a los cultos.

          Nuestra ancianita dejó de asistir a los cultos, porque sus piernas temblorosas se negaron sostenerla. Pero a la hora en que sus hermanos estaban adorando en el templo, ella, acomodada en vieja butaca, contemplaba su querida Biblia. No la podía leer pero recordaba que es la palabra de Dios. Recordaba sus historias con sus lecciones y meditaba en su Salvador. Con sus pálidos y arrugados dedos pasaba las hojas de su Biblia de un lugar a otro y se decía: “Hay muchas hermosas promesas de Dios en este libro, como esta que dice: ‘En la casa de mi Padre, muchas moradas hay… Voy pues, a preparar lugar para vosotros’…”

          Antes de terminar su oración, mientras estaba con sus ojos cerrados, sus labios se inmovilizaron y una luz celestial iluminó su simpático rostro. El Salvador había recibido su espíritu en la Casa de Su Padre.

Publicado en EL HERALDO DE SANTIDAD, del 1º de diciembre de 1970

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