Soliloquio en el Cementerio
Padre, aquí, sobre esta lápida que cubre los restos de lo que fue tu habitación, me siento a llorar. Sé muy bien que no me ves, ni me oyes ni me sientes.
Cuando tú vivías, te contaba mis problemas, mis alegrías y mis sueños: Podía ver reflejado mi llanto en tu tristeza, mi alegría en tu sonrisa; en tus gestos y palabras tu consuelo, tu consejo y, en la luz de tu mirada, el calor de tu corazón amante…
Ahora solo te recuerdo… Pienso en todo lo que pudiera yo contarte; mis alegrías que se harían tuyas, Mis ambiciones que serían tus ambiciones… ¿Mis problemas?... ¡Se esfumarían tan solo a la luz de tu presencia, al calor de tu mirada compasiva y al sonido de tus palabras llenas de sabiduría!
Si bien te recuerdo con nostalgia, no me siento solo. El Dios que ves eternamente en tu morada me ve constantemente en mi peregrinación terrenal… No le miro, pero le veo; no le oigo, mas le escucho. Él me ve, me escucha ¡me ama!... Yo lo siento en mí…
Sé muy bien que no sabes lo que hoy te digo, pero, cuando esté contigo te lo diré… O ¿acaso lo sabes? El que te mira y me ve, que te oye y me escucha ¡bien puede decírtelo!
Padre, hasta luego… Sí, hasta luego, porque nos veremos el día de la resurrección.
Publicado en EL HERALDO DE SANTIDAD del 1º de noviembre de 1976